El presidente influencer y la política de cartón piedra


Pedro Sánchez ha decidido ser también tiktoker. El resultado, lejos de humanizar, acentúa la sensación de artificio: un presidente acartonado, Ken institucional en un Barbie World de filtros y coreografías. La juventud —que distingue a la legua al intruso en la pista— percibe el montaje como se detecta a un cojo en una carrera: llega tarde, forzado y sin ritmo. No es solo estética; es síntoma. Cuando la política delega su pulso en el algoritmo, el fondo cede ante la fachada, y lo público se convierte en escenografía.

El episodio de las pulseras “protectoras fake” contra la violencia de género, compradas en AliExpress, para ahorra en seguridad y protección— esa mezcla de merchandising y superstición tecnológica que ha suscitado polémica— condensa el problema. No es una anécdota pintoresca: es la confusión entre comunicación y política pública. Si el relato sustituye a la evaluación, si lo simbólico desplaza a lo eficaz, la agenda se degrada a atrezzo. Y cuando el dispositivo audiovisual de Moncloa —productoras, equipos de vídeo, campañas, formatos virales— crece hasta parecer una industria paralela sufragada con dinero de todos, la línea entre informar y propaganda se vuelve peligrosamente borrosa. Los “asesores de imagen” pueden ser útiles en dosis modestas; convertidos en un ecosistema hipertrofiado, son un síntoma de prioridades invertidas y, si se cruzan ciertos umbrales, materia de control y auditoría estrictos.

El núcleo del problema no está en un vídeo más o en una pulsera dudosa, sino en el paradigma de permanencia. Un presidente instalado en la lógica del “okupa” del poder —más atento a su supervivencia que a gobernar con reglas, contrapesos y presupuestos— empuja a las instituciones a la frontera de la prevaricación blanda: esa zona gris donde la legalidad formal se respeta mientras se vacían sus fines. El tiempo, como siempre, acaba juzgando: Francia ha recordado con Nicolas Sarkozy que la justicia llega, tarde o temprano, cuando la confusión entre aparato de Estado y máquina electoral se vuelve estructural. El horizonte español no es necesariamente el mismo, pero el paralelismo como advertencia es pertinente: quien transforma la comunicación en sustitutivo de la política abre la puerta a responsabilidades que no se resuelven con un clip viral.

Sánchez no inventó la estetización de la política, pero la ha llevado a un grado de profesionalización que confunde audiencias con ciudadanía, métricas con legitimidad, engagement con mandato. Ese desplazamiento tiene costes: el debate parlamentario se vuelve comparsa de la storyline; la rendición de cuentas, una pieza de reel; la crítica, “odio” o “bulo”; la gestión, una serie de anuncios. Entre tanto, la agenda dura —presupuestos, reformas, servicios esenciales— se subordina al calendario de impactos, y lo que no cabe en formato vertical parece no existir.

No se trata de pedir un presidente asceta ni de prohibir la cámara. Se trata de devolver la proporción y el orden: primero la política, luego el plano; primero la eficacia verificable, luego la pieza. La comunicación pública debe informar, no sustituir; rendir cuentas, no blindar; abrir datos y procesos, no envolverlos en una nube de “content”. Eso exige tres cosas elementales y urgentes: (1) transparencia radical sobre gasto, contratos y funciones del aparato comunicativo gubernamental; (2) evaluación independiente de campañas y dispositivos, con criterios de utilidad pública y no de rédito de partido; (3) muralla clara entre recursos del Estado y objetivos partidistas, con consecuencias políticas inmediatas cuando se vulnera.

La figura presidencial no se legitima por la coreografía, sino por la coherencia entre medios y fines. Si la estética se devora a la ética —si la potencia del fotograma desplaza la humildad del dato— el país termina gobernado por el metraje. Y un gobierno de metraje es siempre un gobierno corto: puede durar, pero no gobierna; puede sonar, pero no escucha; puede entretener, pero no resuelve. La política española no necesita un influencer en jefe. Necesita un jefe del Gobierno que entienda que, en democracia, la forma solo vale cuando sostiene el fondo. Todo lo demás es cartón piedra con música de fondo.


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