“El pasado estorba para afirmar el presente”


¿Se ha detenido la evolución? No la biológica —esa rueda lenta, silenciosa, ciega a nuestros entusiasmos—, sino la que atribuimos a la conciencia colectiva: la que nos hizo creer que cada generación afinaba un poco más el oído moral del mundo. Hoy, en la política se exige lo idóneo de boquilla, mientras en la sociedad del empoderamiento de minorías emergentes —esa democracia al revés, democrática en las formas e invertida en los incentivos— se impone lo políticamente correcto como nueva normalidad, nueva gramática, nuevo catecismo. Lo presentable, lo “guay”, consiste en plegarse como un armadillo ante cualquier amenaza de pensamiento crítico que contradiga la posverdad oficial. Y, sin embargo, pese a las cien mil millones de neuronas y los miles de millones de sinapsis que chisporrotean en nuestra bóveda craneal, algo en esta máquina biológica —tan perfecta como la que soñó Turing, pero animada por dolores y deseos— parece haberse averiado: “hemos detenido la evolución y, aparentemente, retrocedemos”. Seis millones de años comprometidos con la última versión de la estupidez humana, que trae interfaz amable, iconos luminosos y notificaciones empáticas. ¿Está tocada la civilización tal y como la conocimos, narramos y nos narró?

No se discute ya, con el sosiego de una república madura, la renovación del poder judicial —“jueces y juezas”— como garantía de equilibrio; lo relevante, para cierto comunalismo tribal con pretensión de universalidad, es la proporcionalidad milimétrica de identidades: hembras y varones, machos y hembras y géneros nuevos en una cremallera pseudobiológica “one to one”, sin desfases, sin silencios, sin la aspereza de lo real. El conflicto no es el número, sino la abstracción contable aplicada a lo humano; la demanda agregada de los géneros emergentes desborda la aritmética de la cremallera ideológica y convierte el foro en tabla de Excel. No se pretende renovar, sino reprogramar: no es cambiar magistrados, es formatear el software mental de los jueces, trocar el criterio por la consigna, hacer ingeniería social con barniz compasivo, para que la obediencia tenga, además, buena prensa.

Ortega y Gasset propuso la teoría de las generaciones: cambios de época como variaciones de sensibilidad vital que desplazan a la cohorte vieja por la nueva. Pero esas variaciones —decantadas en Ideas con mayúscula, ideas que flotan y nos gravitan— son también efecto de condiciones materiales: la forma en que el ser humano realiza su actividad productiva, el grado de su desarrollo técnico y social, los problemas sucesivos que esa praxis suscita y que reclaman solución. Quedémonos con esto para entender el viraje en curso: allí donde la técnica estabiliza la vida y el bienestar amortigua el riesgo, el trabajo deja de ser eje de progreso y el hombre, factor productivo y nervio de la riqueza, se difumina en la promesa de la comodidad perpetua. El mapa se quiebra en dos velocidades: sociedades ricas y tecnológicas que desarticulan la conciencia del esfuerzo —porque subcontratan el peligro, tercerizan el dolor, externalizan la responsabilidad— y sociedades menos desarrolladas, ralentizadas, dependientes, a las que se les niega o difiere el salto. El vértigo de la cumbre tiene un precio: cuando la civilización alcanza el vértice de su propia pirámide, la pendiente que resta es de descenso.

De ese equilibrio mal entendido nace la política del subsidio como ontología: producir parias subvencionados, súbditos agradecidos a las políticas expansivas de gasto y a la deuda ilimitada que, en el corto plazo, reparten; en el largo, atan. La dependencia no se declara: se administra. La miseria no llega de golpe: se raciona en cuotas de bienestar mal interpretado. Así se empantana el individuo en la idea perezosa de que ya nadie depende de sí y de su capacidad intelectual de lucha —el trabajo, el mérito, el compromiso con un proyecto común, con la Nación si se quiere usar la palabra sin rubor—; y así el progresismo administrativo organiza el reparto saqueando —con todos los sellos, firmas y sonrisas— los beneficios de empresas y trabajadores, como si el excedente fuera un pecado que redime el Estado-conciencia.

La metáfora que nos cuenta —y que nos cuenta mal— es la del “remake” de una civilización gobernada por minorías empoderadas que castigan toda disidencia en el ritual del buenismo. Pero lo decisivo no es la minoría ni su empoderamiento; es el nuevo sentido común que sanciona la discrepancia como sacrilegio: ya no se discute el argumento, se sospecha del hablante; ya no se combaten ideas, se administran identidades. Cuando la tecnología y el bienestar alcanzan el vértice, comienza el retroceso: un reflejo animal que atrofia la cognición del homínido, un instante de confort que se prolonga en hábito y, por hábito, en incapacidad. El lenguaje acompaña: dulcifica el conflicto, inventa eufemismos, destierra la ironía, y pone en cuarentena a la realidad hasta nuevo aviso. Así prospera la posverdad: como una bruma caliente que narcotiza y, a la vez, señala con saña al que tose.

Freud, en El malestar en la cultura, intuyó que la civilización exige renuncias; que el instinto, si no encuentra sublimes cauces o tareas que lo plieguen, se encona contra el propio cuerpo social. La pulsión reprimida, sin obra que la transfigure, se vuelve resentimiento; y el resentimiento, política. Ortega, salvando las distancias, complementa el diagnóstico en clave generacional: las épocas crujen cuando cuadro de valores y técnica dejan de acoplar. Hoy, quizá, vivimos esa desincronía: nuestras prótesis técnicas superan nuestro músculo moral; nuestro aparato simbólico, exhausto, ya no puede metabolizar la velocidad del mundo. La consecuencia es doble: por arriba, estetizamos la vida y convertimos la ética en reglamento; por abajo, dejamos de sangrar por lo que importa y empezamos a sangrar por lo que ofende.

La pregunta que late no es si “el pasado estorba para afirmar el presente”, sino por qué nos interesa tanto amputarlo. Tal vez porque el pasado es una reserva de exigencias: un archivo de derrotas y proezas que, al releerse, compromete. Quien interrumpe la conversación con sus muertos se libera de maestros y también de obligaciones. El presentismo —esa dictadura del ahora con memoria corta— es cómodo y, por tanto, eficaz: todo lo que recuerda límites se redefine como opresión; todo lo que pide disciplina se denuncia como violencia; todo lo que distingue —mérito, oficio, excelencia— se etiqueta como privilegio ilegítimo. Bajo esa lógica, la igualdad deja de ser una meta jurídica para convertirse en una estética moral que disuelve diferencias a golpe de decreto. La ley, al sustituir al juicio, conquista su propia irrelevancia.

No es casual que la discusión sobre instituciones —jueces, universidades, prensa— se haya traducido a una gramática de cupos, balances y cuotas. La justicia, que debía impartirse con vendas en los ojos, ahora lleva gafas graduadas en identidades; ve demasiado lo que no debería ver, y deja de ver lo que obliga a ver. Y, sin embargo, piénsese en lo paradójico: la obsesión por la proporcionalidad (esa cremallera perfecta) ignora que la vida, en su aleatoriedad, en su contingencia bruta, no admite simetrías persistentes. El intento de igualar todos los desenlaces no prospera sin un coste que, tarde o temprano, se paga en libertad y en pobreza.

Frente a esto, el elogio del trabajo no es nostalgia ni moralina: es la defensa de un mecanismo objetivo de aprendizaje del mundo. Trabajar es aceptar la fricción con lo real; es corregirse a la luz del fracaso; es reponer el lugar del otro en el cálculo y, por tanto, acotar el narcisismo. La prosperidad —la genuina— se asienta sobre esa gimnasia. Cuando el Estado confunde protección con tutela permanente, interrumpe ese entrenamiento y entrena otra cosa: súbditos. La paradoja es que cuanto más se expande la red para que nadie caiga, más precario se vuelve el suelo común: el mérito se desalienta, la mediocridad se organiza, y el talento emigra —hacia geografías o hacia silencios.

¿Entonces? No se trata de abolir cuidados ni de renegar de derechos conquistados, sino de restaurar jerarquías que el sentimentalismo volvió sospechosas: responsabilidad por encima de sensibilidad; realidad por encima de relato; libertad como prerrequisito de la igualdad —no al revés. En política, esto implica dejar de confundir representación con reparto; en cultura, dejar de confundir crítica con denuncia; en educación, dejar de confundir inclusión con rebaja del listón. Un país no se redime porque el vocabulario cambie, sino porque sus ciudadanos cambian de conducta a la intemperie de los hechos.

Puede que, en rigor, la evolución no se haya detenido —la vida no conoce reposo—, pero sí hemos ralentizado su vector virtuoso al convertir la protección en coartada, la identidad en argumento, la consigna en criterio. El mundo seguirá moviéndose, con o sin nosotros; la pregunta es si queremos que nuestro movimiento sea hacia arriba —conquistando difícilmente una libertad adulta— o hacia atrás —renunciando, con buena conciencia, a las fatigas que nos trajeron hasta aquí. Volver a leer a Freud y a Ortega no es un fetiche académico: es recuperar brújulas en una intemperie ruidosa. Porque cuando cambian las condiciones de producción, cambian las ideas; cuando se subvierte el esfuerzo, se subvierte la conciencia; y cuando se deifica la sensibilidad, la evolución —esa antigua disciplina de la realidad— se detiene, si no en la biología, sí en esa otra carne más frágil y decisiva que llamamos civilización.


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